Suena un timbre que marca el final de la clase. Como nos suele ocurrir a los profesores, en esa pausa que marca el cambio de clase “bajamos la guardia”. Esta circunstancia la aprovecha una alumna para acercarse, me da una patadita cariñosa en el trasero y se queda a mi lado.
- “Te pasa algo, tú no eres así” me dice la chica.
- “No sé a qué te refieres”, le contesto.
- “No estás COMO SIEMPRE, estás más serio, sonríes menos” me añade.
Es lógico que, cuando tienes doscientos cincuenta alumnos al año, te comuniques mejor con unos que con otros. Recuerdo que en la asignatura de Lengua se estudiaba (¡y varias veces!) el proceso de la comunicación. Sin embargo, siempre me dio la impresión de que había algo que no me explicaban. Cuando hablas con alguien, siempre te queda la sensación de que hay cosas que tu interlocutor no está captando del todo. Algo que, por mucho que quieras, no consigues “terminar” de explicar. Sólo en algunos momentos, y con personas muy especiales, nos sentimos comprendidos del todo. En estos instantes la comunicación se convierte en algo mágico y nos sentimos más cerca que nunca de la otra persona.
No sé si debo disculparme, pero … ¡me apasiona mi trabajo!. No soy, creo, un iluso. Soy consciente de los sinsabores que contiene mi oficio: poca valoración social, muchos alumnos poco motivados, familias que “no reman o lo hacen en dirección contraria”, nuestra empresa que dificulta y a veces hasta dinamita nuestro trabajo, … Pero tener alumnos como la del principio del artículo me pesa mucho más que los disgustos que, en ocasiones, me trae este oficio.
Para acabar, no puedo evitar recurrir a mi memoria de cine. En la película Mejor Imposible, Jack Nicholson encarna a un excéntrico neurótico compulsivo. En la cita que tiene con la protagonista de la película (Helen Hunt), le dice uno de los cumplidos más bonitos de la historia del cine: “haces que quiera ser mejor persona”.
Eso es lo que a mí me ocurre trabajando con vosotros.
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